Entre
cortinas. Música cercana, trajes deslumbrantes. La falta de una
pajarita blanca. La idea de una nueva para el año próximo.
Canciones familiares, voces desconocidas.
Detrás,
a la espera. Un cuerpo cautivador, tez tostada, movimientos brotados
desde las raíces. El descanso y la coordinación entre curvas
traídas desde los cielos.
Un
llanto adolescente corriendo por los pasillos. El llanto para y se
coloca tras de mí. Unos cómicos bailes flamencos devuelven la
sonrisa ante la emoción de una actuación frente al rey de los
reyes.
Cinco
más. Solo cinco. Las farolas se apagan y ese silencioso atractivo
hace tiempo. A la espera de mi colocación. A la espera de mi
correcta posición y mi decisión sin tapujos.
Allí
estaba. Sombras lejanas parecían observarme, pero yo solo acompañaba
la balada de su armonía. Unas jóvenes curvas gritaban con rabia y
mis manos firmes la sostenían de forma rítmica. Sin parar. Poco a
poco. Al principio de forma pausada y delicada. Pero la fuerza fue
tomando el mando y esos golpes la hicieron suspirar mientras me
mordía el labio. Sintiéndola recorrer mi sangre con rapidez. Bombeando mi corazón dormido.
Una
pausa. Yo aguantando, hasta la señal que indicaba el movimiento
final. El clímax de la locura. La cúspide de mis sentidos.
Lentos
susurros. Palabras acalladas y un golpe final. El nuestro.
Un
guiño de complicidad, un aplauso sin sonido y un gesto de espera.
Por parte del baile cómico, por parte de la silenciosa sensualidad.
Y el fin llegó, entre aplausos y presentaciones.
Mi
sonrisa amplia me devolvió a la realidad. La que tanto había
deseado desde que entendí a qué había venido.
De
nuevo, calmada, entre el abrigo de las luces y la tierna almohada,
observé aquello que días atrás me había hecho bailar sin más
intención que una charla de ascensor. La falda se acortó y yo
embobada escuché cómo el veneno la devolvía a su amor traicionado
que tanto la había hecho llorar días atrás.
Un abrazo. El único en años.
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