Un par de tijeras, un rotulador mal nivelado y un pegamento adictivo. La sonrisa sobrevoló el chaparrón. El que cayó ayer de forma incesante. La sonrisa, la del espejo. Qué fácil es todo cuando se ve fácil. Cuando se evita la clarividencia de las palabras porque con las miradas basta. Basta la complicidad y la desgana de complicarlo todo. Porque cuando una mirada dice blanco, para qué decir creo que lo veo gris, ¿puedes aclararlo?
Y esas sonrisas son el dolor. El que une. De vuelta, con lágrimas en los ojos que luchan por escapar, pero que la sonrisa parece contrarrestar con delitos menores. Delitos ajenos y complicados.
Cosas que soporto día sí y día también. Porque nadie dijo que fuera fácil y lo sé. Nunca ha sido fácil ni lo será, pero dentro de la realidad imposible creí ver algo de luz. Me equivoqué. Era lo mismo de siempre. El pasado que insiste en volver, pero hoy vuelve con compañía. Un par de copas en alto y unas historias que siguen riéndose de mí.
Pero yo sonrío ante ellas, porque si pude una vez, podré siempre. Desde el primer caso que logré terminar. Desde la primera puerta que cerré con pausada delicadeza, despidiéndome con una sonrisa. Desde allí. Ya todo me sabe a contratiempos que seguiré despidiendo con alegres canciones que nunca nadie me podrá arrebatar.
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