Y llegó el mañana.
El sol me despertó tiernamente,
acariciándome la cara. Yo, sonriente, con ojos cerrados. Llegó el día, mi día. Mi nuevo
camino. Llegaste tú. Como siempre, tú.
Abrí los ojos y tímidamente me
acerqué a tus ojos, creyéndote desconocida. Despertaste
palpitaciones, me hiciste ver que la impotencia no era sino un
defecto de la memoria. Me hiciste olvidar a aquellas que no se
dejaron tocar, que no se dejaron ver. Me hiciste saber que querer
aquello que no quería ser querido sólo me haría perder el tiempo.
Mi valioso tiempo.
Lo olvidé todo y sólo quedaste tú.
Tu rostro, tu sonrisa, tus manos sobre mi piel. Quedaron tus ojos,
tus besos, tus caricias. Me olvidé hasta de mí. Me olvidé del
mañana aunque el sol siguiera cálidamente a nuestro lado.
Ojos transparentes. Un alma bajo tus
pupilas. Yo, colgando de tus pestañas. Dios, esas pestañas...
Risas. Tantas risas y todas ellas
abriendo un nuevo camino con cada paso, con cada centímetro nuevo
que recorría.
Una efímera llamada y escuché de
nuevo tu voz. No sé cómo, pero con cada nueva palabra mi corazón
se hace cada vez más grande, más visible. Con este juego de tira y
afloja que tanto nos gusta a las dos. Donde nos dejamos ganar entre
delicados pulsos.
Entendí que seguías siendo tú y que
yo, seguía siendo yo. Entendí que este nuevo rostro es el que nos
derrite sobre montañas esculpidas por nuestros sentidos.
Ahora entiendo que ambas nos perdimos
para encontrarnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario