El problema no es tener problemas. A veces son inevitables, las cosas salen mal
y punto. El cerebro se bloquea, el azar no ayuda, las respuestas no coinciden.
Las cosas malas pasan, las desgracias y los errores. Mi problema no es tener
problemas, mi problema es no poder tener un sitio en el que refugiarme. No
tener un sitio al que irme para olvidar, para descansar, para llorar o
patalear.
Llego y miento como si lo hubiera ensayado meses antes. La
indiferencia, las respuestas monosílabas se están convirtiendo en el papel que
me toca interpretar nada más abrir la puerta.
No me quejo de tener mala suerte, de que las cosas a veces
no me salgan bien. Me quejo porque no tengo nadie que me abrace y me consuele a
sabiendas de que lleve o no razón.
¿Cuánto cuesta preguntar? Tan correcto y profesional. Pero
sin ninguna idea de lo que está pasando aquí dentro. Márchate, déjame en paz y
olvídate de que existo. Olvídate de avisarme cuando viene en gana o de
preguntar cuando crees ver algo raro. Olvídate de mí. De mi estancia, de mi
puerta. Olvídate de fingir que eres perfecto porque aquí dentro ya sabemos que
cojeas de los dos pies. Pedazo de imbécil.
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