Una canica negra y diminuta que quiere encoger y rodar a
nuevos mundos. Si fuera blanca no se camuflaría. Se vería. Si fuera blanca.
Es negra por fuera y oscura por dentro.
Es diferente a las
demás y sufre por ello.
Se quedó enterrada. Se quedó en el agua y desearía
hundirse más. Desearía traspasar la tierra y llegar a una fría playa solitaria.
Una playa gris y helada donde pudiera recuperarse de sus golpes.
Pero no hay playa. La canica cada vez es más pequeña y
gruesa. Y su interior cada vez es más oscuro. Cada vez se acerca más a esa
dulce playa.
Una mujer sin rostro toca el violonchelo. La canica se
aferra a las notas. Desearía convertirse en esa melodía y así fundirse con el
viento. El viento la alejaría de todo, incluso del propio viento.
Llega a un suelo de mármol. Lo siente, lo abraza, lo besa.
La canica vuelve a encoger y se aleja del calor. El frío la protege del
abrasador fuego que terminaría por consumir su oscuro interior.
La canica vuelve al mar. Intenta avanzar sabiendo que no
flotará, pero cuando parece conseguirlo, las olas la devuelven a la orilla. Su
única salida sería huir. Pero, ¿a dónde huir si está en una isla?
Sus intentos vanos de esconderse la vuelven más oscura y
pequeña. Debe tener paciencia y esperar a que el viento amaine. Si el agua está
en calma, ella podrá seguir avanzando. Pero cada vez que se esconde se vuelve
más pequeña y pesada.
Si continúa así, se ahogará por su propio peso.
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