Cuando la lágrima cae y acaricia tu mejilla. Sientes la sal
de la mar en tu rostro y recuerdas esas tardes en la playa en la que jugabais.
Alguien te abraza con una fuerza sobrehumana, como si fuera incapaz de soltarte
y no deseara más que fundirse en tu regazo. Te olvidas de la multitud que te
rodea, del negro predominante que acompaña las lágrimas. Día a día pasa, y no
piensas. Solo sostienes a esa muchacha endiablada cuyo futuro se oscurece con
el paso de los días y que se olvidó de ti hace tiempo. No hay palabras, no hay
llamadas, no hay quedadas. Sin embargo, todo lo que se vive hace que en estos
momentos se esté allí, de pie, escuchando a un sacerdote predicar en recuerdo a
un anciano.
La sientes como nunca y recuerdas esa noche de vuelta a casa
en la que se recostó en tu hombro y te escuchó afinar el “soldadito marinero”.
Y tras un momento eterno cuyas protagonistas desean mantener, la lágrima cae
por tu mejilla y ella avanza hacia un nuevo abrazo.
No es dolor ni incomodidad, es confusión. Una confusión
profunda que solo sientes cuando tu mejilla se ve recorrida por una gota de sal
que surgió del azul del mar, del verde de sus ojos.